La Mancha

@Álvaro Rendón Gómez, agosto 2010

Regresó a la Pensión como todos los días: Cansado y puntual. Colgó sobre la arqueada percha, en la pared, el sombrero que traía puesto y fue desabrochando con parsimonia los botones de la gabardina, al tiempo que depositabael pequeño portafolios de cuero repujado sobre la silla de su derecha para así ayudarse mejor en los botones. Escrupulosamente, sin dejar una sola arruga visible, dejó la gabardina en la percha contigua a la del sombrero. Miró casi despectivamente el trabajo realizado y tiró de los puños de la camisa para que pudieran verse por fuera de las mangas de la chaqueta gris con rayas beige. Retomó el portafolios, no sin antes comprobar, por última vez, si había dejado correctamente en su sitio el sombrero y la gabardina. Satisfecho, comenzó andar con parsimonia y elegancia a lo largo del estrecho pasillo que le llevaba a la escalera principal. Al pie de la misma fijó su mirada en la ventana visible por el hueco de la escalera. Exageró los gestos de cortesía al saludar a la dueña que, aunque no se le veía desde fuera, tenía la seguridad de estar observando detrás de los enrevesados encajes de los visillos.

-Buenas noches, Señora -dijo en voz alta, con seguridad-. ¿La cena a las ocho…?.

Para dar a entender que no había estado atenta a su llegada, esperó unos segundos antes de contestar. Pasados éstos, descorrió los visillos y abrió la ventana para oír mejor al recién llegado y que éste pudiera oirla también. Después completó el ritual de bienvenida

-Buenas noches, Sr. González. Sí, a las ocho, como siempre… ¿Cómo le fue el día…?. ¡ Ah, por cierto, ha recibido carta!. Se la he dejado sobre la mesa, en su cuarto…

-Muchas gracias, Doña Equidad. Si no desea nada de mí, nos veremos a las ocho durante la cena. Buenas noches…

Cortó gentilmente el recién llegado sin detener siquiera su lento, pero continuado, caminar.

Doña Equidad, pese a no tener más de cuarenta y cinco, había descuidado su aspecto exterior durante años. Se vestía con cualquier cosa aunque fueran de estilos variopintos o sus colores atacaran los ojos al mirarlos. Envejecida prematuramente por el abundante comer, daba la impresión de tener diez años más. Viuda de un viejo héroe de la guerra del treinta y nueve, laureado y herido, que tuvo la suerte de reengancharse al final de la contienda y llegar hasta el grado de Capitán, y la desgracia de abandonarlo la mañana que se encontró con una muerte especial pues vestía para esa ocasión un oscuro manto de goma dos, al dar un corto paseo, dos manzanas más allá de su casa, justo el mismo día que mataron al almirante Carrero Blanco. La paga por viudez y la gran laureada de San Fernando apenas si alcanzaban al día quince de cada mes. Por eso no tuvo más remedio que transformar su hogar, muy a pesar suyo, en una casa de huéspedes. Descontenta, gorda y vaga, tenía dos graves problemas: Su meticulosa exigencia al prójimo y su manía por llevar siempre la razón. A la muchacha de la limpieza la traía por la calle de enmedio, siempre gruñendo y criticando su forma de trabajar, su vagancia y su ineptitud con la escoba, aspectos perfectamente criticables en ella más que en los demás. Sus exigencias, muchas veces, rayaban el embrutecimiento. Disfrutaba como una enana llevando la contraria y discutiendo hasta que el interlocutor presentaba bandera blanca.

Pero quizás lo más destacable de su carácter era su obsesión por conocer la vida y milagros de sus inquilinos, y obligarles a cambiar cualquier conducta que estuviera en contra de su peculiarísima manera de ser o su atrofiada visión del mundo y de la realidad, educada a respetar la cerrada jerarquía del mando y a obedecer ciegamente a sus superiores.

Cuando notaba que algún asunto se le escapaba de las manos entraba en una especie de lucha personal, egoísta y vanidosa que rayaba con la idiotez. Con este carácter intransigente, pocos inquilinos podían resistir mucho tiempo en aquella casa, conviviendo con ella. ¡Y eso que solo admitía a personas conocidas, con buenas referencias, educadas, disciplinadas, ordenadas y serias…!. Cuando estaba de buen humor era más terrible, incluso, porque entonces agasajaba hasta el cansancio psíquico. Así, la mejor manera de soportarla era practicar la indiferencia e indolencia más extremas, diciendo que sí, o que no, cuando las circunstancias así lo requiriesen.

Desde que conoció al Sr. González tuvo con él un trato especial quizás porque albergaba en su corazón la esperanza de ennoviarse algún día con él. Era su tipo. Cincuentón, viudo sin hijos, trabajador infatigable y monótono en sus costumbres como un reloj suizo.

Por eso, todos los días, desde hacía más de cinco años, al dar las siete y media de la tarde, se arreglaba el pelo, se colocaba sus mejores galas, aunque con pésimo gusto, y esperaba paciente su llegada. A las siete cuarenta se ponía nerviosa al oír trastear con las llaves en la cerradura. A las siete cuarenta y dos, después de sentirle dejar las cosas en el perchero, tenía la oportunidad de expresarle su afecto más cercano y personal con el saludo de la escalera. Tres minutos después, en su cuarto, le oía abrir el grifo del lavado y treinta segundos más tarde cerrarlo. Inmediatamente después el chirriar de las bisagras del armario cogiendo una nueva camisa que ponerse durante la cena. A las siete cuarenta y nueve, ya listo, sentía cerrar dulcemente la puerta del cuarto y dirigirse, caminando como una pluma para no molestar, decía ella (pero, en realidad, para que no le oyera “la gorda”, pensaba él), los escasos metros hasta la escalera y bajar sigilosamente los escasos escalones que a él le parecían demasiados; llegando, no más tarde de las siete cincuenta y cinco, al comedor.

Con dos minutos de diferencia, ella hacía su entrada solemne, acompañada de un olor a colonia barata que asfixiaba, tan dulce y vaporosa que indigestaba cualquier comida. Los comensales, avisados por el perfume, se ponían de pie y esperaban a que el Sr. González, haciendo verdaderos esfuerzos para no caer desmayado, le acercara el asiento. Cuando veía que todos estaban sentados esperando una palabra suya, ella, con despectiva indiferencia, daba la venia para hablar con educación, cosa que los comensales agradecían.

Los Domingos, como ninguno tenía la obligación de trabajar, preferían dar un paseo hasta la hora del almuerzo o de la cena, y así evitar cualquier encontronazo con Doña Equidad que fuera motivo para perder una cama y un techo donde cobijarse.

Aquella noche, Doña Equidad, más seria que de costumbre, sirvió la cena comenzando por su izquierda. Al llegarle el turno al Sr. González detuvo el cucharón un instante y le preguntó sobre el contenido de la carta que, al parecer, era del Juzgado.

-Nada por lo que inquietarse, Señora mía. Me citan como testigo del accidente que presencié hace unos meses en la Calle del Ramadán. Aquella chica que chocó contra la farola, al parecer completamente ebria… -quiso quitarle importancia al asunto acercándole su plato, dando a entender no sólo que le facilitaba el servicio, sino que para él el asunto estaba zanjado. Doña Equidad, sin inmutarse, continuó el interrogatorio.-No nos había dicho nada, Sr. González, y, la verdad, estábamos un poco alarmados por la citación del Juzgado… -hizo una breve pausa y continuó algo más seria y trascendente-. Sepa Usted que, en los quince años que lleva abierta esta institución, nadie había recibido una citación judicial y, la verdad -repitió elevando un poco más el tono de su voz, más enérgica y colérica, muy alarmada-. ¡Menudo susto nos dió el guardia, señor González…!. ¡Nada menos que una citación judicial…!

Comenzó a trastornarse a medida que hablaba, sintiendo cómo sus propias palabras le envolvían en una espiral de dramatismo de la que le resultaba cada vez más difícil salir.

-No pude evitar presenciar el accidente. Comprenda la situación, Señora… Tomaron nota de cuantos estábamos allí y habíamos visto algo… No tuve más remedio que dar el domicilio de su casa. Perdóneme, era la Policía quien la solicitaba, no podía negarme a ello…

Siguió justificándose el Sr. González, que no salía de su asombro. Parecía como si esa noche le hubieran cambiado a la doña equidad que él conocía de estos últimos años, todo bondad y dulzura de trato con él, por otra, indignada y embrutecida por un asunto que, absurdamente, no había tenido él la culpa.

-Pero es la dirección de mi casa, Señor González. De mi casa y de su buen nombre la que Usted dió a la Policía. ¡Mi buen nombre anda ahora de boca en boca por su manía de pasear los Domingos…!. ¡Dios mío, qué vergüenza nos ha hecho pasar a todos delante de las vecinas, asomadas a la calle siguiendo con sus miradas al guardia que traía la carta del Juzgado…!. Todas preguntándose cosas que no son ciertas, sobre mi casa y mi buen nombre, Señor González… ¿Sabe Usted que es lo que ha hecho…?. Ha manchado mi buen Nombre con una mancha imborrable. Yo le ruego, Sr. González, le exigimos más bien cuantos estamos compartiendo este inmaculado techo, que trate de borrarla como Usted mejor considere oportuno. Pero hágalo, Señor González, hágalo por el bien de todos. Cuando vivía mi difunto esposo, el Capitán Sánchez, un héroe, Señor González, un héroe condecorado después de realizar una gran proeza. Mi esposo, Señor González, no hubiera permitido que se hubiera manchado el honor y el nombre de mi casa con una carta del Juzgado… El le hubiera matado, Sr. González, si fuera preciso…

Estaba histérica, fuera de sí. Todos los demás invitados, practicando la indiferencia y la indolencia más exageradas, clavaron sus miradas en el triste plato de sopas con picatoste y jamón que tenían servido desde hacía casi tres minutos y medio.

Entonces, viendo que era imposible cualquier otra alusión en su defensa, se levantó de la mesa, subió la escalera y entró en su cuarto. Preparó las maletas en un santiamén. Ya en el comedor, de nuevo, llevando en su mano el sobre conteniendo la carta de la discordia, escrupulosamente sellada aparentando no haber sido abierta, se la extendió a Doña Equidad.

-Tenga, Señora. Devuélvasela mañana al Cartero y diga en voz alta, para que todas las vecinas puedan oírlo, que el señor de la dirección no vive aquí. Así, la mancha quedará limpia y su buen nombre continuará inmaculado. Buenas noches, señores… -dijo con la indiferencia de un diplomático.

-Buenas noches… -dijeron todos con las miradas clavadas en los aguados platos de sopa.

Del perchero tomó el sombrero y la gabardina. Cuando estuvo listo abrió la puerta cerrándola dulcemente tras él. Sin mirar atrás.

Doña Equidad, al perderlo de vista, cerró con fuerza los labios, sintiendo no haber podido dominar su cólera. Con lápiz rojo, descargando toda su frustración, escribió de punta a punta del sobre una palabra que le ayudó a liberarse de sus antiguas esperanzas: DESCONOCIDO. Después la apartó como si nada e invitó a todos a seguir la cena. Pidió disculpas por el retraso, cosa que todos los comensales aceptaron de buen grado, sin apenas inmutarse por cuanto había ocurrido.

Eran algo más de las ocho cuarenta y cinco. Casi veintisiete minutos de retraso: Un fastidio…

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