© Álvaro Rendón Gómez, junio 2010
El autobús lo dejó a escasos metros del Hospital General. Llevaba el volante del médico de cabecera, que deseaba contrastar su diagnóstico con unas pruebas suplementarias. Al llegar al amplio recibidor estaba atestado de gente vestida de domingo pululando de un despacho a otro. Hacía más de quince años que no había vuelto a la capital y, la verdad, en el pueblo todas esas prisas están de más. En el mostrador de Información le mandaron a la tercera planta. Utilizó las escaleras porque no se fiaba del ascensor.
Allí se encontró el pasillo lleno de sillas con aspecto de gradas de un campo de fútbol, agarradas a una barra sujeta al suelo por dos puntos que no evitaba que al sentarse se moviera todo como un columpio. No vio a nadie con bata blanca, por lo que se sentó y esperó frente a una hilera de puertas cerradas. De vez en cuando, aparecía de ellas una enfermera y llamaba a un señor o a una señora que pasaba al interior de aquellas misteriosas habitaciones. Eligió al voleo una de ellas y esperó a que apareciera la enfermera para preguntarle a quién entregarle el volante que llevaba en la mano sudada. De mal humor, porque, según decía, no era su trabajo, la enfermera que apareció lo envió al final del pasillo. Al llegar, la puerta estaba abierta y volvió entrar.
Desde el interior la voz gutural y malhumorada del facultativo le instó a entrar con tajantes imperativos categóricos: Entre. Desnúdese. Túmbese en la camilla. Entrégueme el volante. ¿Cómo se llama usted? ¿Ha venido solo…? Y así hasta veinte preguntas seguidas que él no contestó a ninguna. Le ocurría que cuando oía la pregunta y se disponía a contestar la nueva le despistaba y borraba la anterior.
—No tema –continuó hablando sin mirar al paciente–, es indoloro.
Le colocó ventosas conectadas a la máquina.
—Enseguida terminamos –lo tranquilizó.
En esos momentos, llamaron al médico por teléfono y se ausentó, dejando solo al paciente conectado a la máquina. Con aquellas ventosas, parecía un pulpo de cintura para arriba. En silencio, asustado y sin pestañear, esperó cinco, diez, veinte minutos… La conversación se prolongaba más de lo debido.
Por fin, el médico regresó a la consulta y al descorrer las cortinas, encontró la camilla vacía y las ventosas desaparecidas y el papel de la máquina marcando una línea horizontal sin crestas.
De nada sirvió que corriera al pasillo o preguntara al «segurata uniformado de general venido a menos». No hallaron el menor rastro del anciano. El médico lo interpretó como un incidente más y, tras solicitar un nuevo juego de ventosas, prosiguió su trabajo, olvidándose del paciente.
Al mes siguiente, cuando nadie lo esperaba, el anciano volvió al Hospital General, subió por las escaleras hasta la tercera planta y tocó con los nudillos a una de las puertas del largo pasillo y el mismo doctor le abrió. Al principio no lo reconoció.
— Mú buenas, dortó. Aquí traigo su medecina –le devolvió las ventosas. El médico no entendía nada–. Quiero ‘ecirle que ha sido mano de santo. Que me se han quitaó toos los dolores… Aquí mi esposa le ha hecho un tocinillo de cielo con los güevos de mis gallinas que queremos que se lo coma con salú… Muchí’smas gracias, dortó –le besó la mano inclinando el cuerpo.
La mujer, agarrada al cuello del facultativo, le soltó dos sonoros besos que le dejó marcado el pintalabios en los mofletes.
Con las gomas de las ventosas en la mano, el doctor no supo reaccionar. ¿Las donaría al Museo de Belmez? ¿Las expondría en una vitrina por milagrera?
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