© Álvaro Rendón Gómez, junio 2010
A mi amigo Juan Luis Padura Rodríguez
Con la molesta sonda instalada esperaba expulsar pronto los fastidiosos cálculos que tenía dolorosamente alojados en los riñones. Las dos semanas largas y resueltamente mustias, debatiéndose entre que si las echaba o no, las pasó sumido en una profunda depresión, sin ganas de comer, sin beber el necesario líquido y concentrado en averiguar el modo de desprenderse de tan hirientes huéspedes inanimados.
Por más que el médico le recomendaba paciencia y le contaba experiencias con finales felices de otros enfermos en iguales o peores circunstancias que él, que le mostrara mil y una radiografías que demostraban con la elocuencia de los hechos reales la localización y fisonomía exactas de los infortunados, o que le recetara su bebida preferida: una infusión de manzanilla cada vez que le apeteciera, no hallaba la paz de espíritu suficiente para pensar en otra cosa que no fuera evitar aquel suplicio, más parecido a un martirio chino, habilidoso y rebuscado, cada vez que tenía que ir al aseo a hacer sus necesidades fisiológicas menores.
Con el catéter el asunto cambió radicalmente. Podía hablar y conducir el negocio familiar que con tanto acierto regentaba, incluso podía olvidarse a ratos de la existencia de aquello que tanto le había molestado.
Con el ánimo subido y la moral alta, hizo que los esfínteres se relajaran y los conductos de la orina dejaran de oprimir los consabidos cálculos, que, aunque habían sido relegados a un segundo plano, seguían imponiendo su habitual dictadura urinaria. Pero, como no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista, los dichosos cálculos, libres al fin, salieron sin más problemas. Con ellos en la mano, meticulosamente guardados en una caja de cerillas, orgulloso por el “parto sin dolor” que había realizado, asistió a la consulta del médico con una amplia sonrisa que le ocupaba la cara de oreja a oreja.
Risueño, escuchó los consejos y prescripciones de labios del especialista para evitar, en la medida que fuera necesario, nuevos problemas de cálculos.
—Lo mejor es mantener una dieta sana, sin fosfatos. Evite comer frutos secos y, sobre todo, espinacas… -recomendó el sanador.
—¿¡Espinacas!?… -no pudo más que sorprenderse.
—Eso es lo peor para lo suyo…
—¡Pero si era el alimento ideal de los años cincuenta y sesenta! Los americanos aún lo promocionan con el Popeye ese, de donde toma su tremenda fuerza!
—Si, en realidad, es un producto con muchas vitaminas. También es cierto que es de los más completos, digno de promocionarse, si no fuera por su capacidad para producir cálculos…
Concentró en las espinacas toda su anterior cólera, reprimida durante tanto tiempo. Las juzgó y condenó en un sólo acto. Ellas eran la causa del martirio y la mortificación que le había tenido postrado las tres últimas semanas, y no pudo contenerse.
—Entonces, si Popeye fuera un persona física como nosotros, estaría de cálculos hasta los ojos, ¿no…? -no pudo reprimirse por más tiempo-. Y todos los poderosos músculos que dicen que tiene no serían más que piedras del tamaño de un adoquín. Y su famosa pipa, una cachimba que llena de marihuana o hachís para ayudarle a silenciar los tremendos dolores que debe estar soportando. ¡Joder con la cultura americana! Están obsesionados por chuminadas como el tabaco o el bronceado solar y promocionan la comida basura de las hamburguesas, pizzas y esas dichosas espinacas…
Ante tan rotundos argumentos, el sanador asintió con su silencio y dio por terminada la consulta.
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