La flor

© Álvaro Rendón Gómez, junio 2010

De mirada serena y cristalinos ojos, Rafael poseía el don de adivinar los más recónditos pensamientos y precipitar la respuesta adecuada. A pesar de sus veinticinco años, y sin haber superado el acné, a menudo padecía desarreglos estomacales, secuelas de una larga enfermedad infecciosa que padeció de pequeño, lo que le daba un aspecto sensible y raro.
Espiritual y observador, impulsivo y de ideas confusas, gustaba de tumbarse sobre las mieses de los trigales recién segados. La luna llena iluminaba las penumbras inciertas de julio, cuando más pesado e insoportable era el calor, y lanzaba rayos de incertidumbre contra el paisaje plano. Sobre la quejumbrosa paja, las pajuelas quebradas y el grano recogido, sus ojos buscaban la revelación a tanta belleza secreta, a tanta brumosa esperanza que sacia los ojos de armonía y buen tino. En la soledad de la imagen perfecta, con la mirada posándose sobre la plata reflejada por la Maga peregrina, Rafael entornaba sus ojos y el mundo se cerraba. La inmensa oscuridad daba paso a un nuevo infinito que parecía extenderse más allá de su imaginación, evocando ayeres olvidados y escenas cargadas de misterio. Las nubes, detenidas como algodones de una tramoya imposible, tapaban con descaro infantil el alegre rutilar de las estrellas
Parecía dormido pero se deleitaba con la imagen cuajada en su imaginación. Apenas respiraba y, sin embargo, el aire penetró en sus pulmones como un torbellino de vida que resucitaba pensamientos que creía olvidados. Pretendió integrarse en ellos, formar parte de esa belleza ficticia y plena, enredarse en algún cerco lunar, retozar en la inquieta luz que raya el horizonte. Podía detenerse y contemplar la cadencia de las sombras juguetonas, el zarandear de las ramas de los árboles que saludan a la leve brisa. La imagen irreal de su mano, que cree pertenecer a la misma visión, al sueño que cada noche lo despierta a un mundo sensible y vacuo. Las líneas de los dedos que parecen un campo arado cuyos surcos forman curvas cerradas, espirales que marca un centro en la pulpa del dedo. A través de ella, puede palpar, sentir el frío de la yerba cuando reposa sus manos sobre la vegetación. El dedo que lo sostiene y el brazo que lo dirige. Mueve los dedos como si se tratara de un mecanismo orgánico, como resortes que actúan sobre piezas encajadas por un artífice divino. Es una visión deformada por lo que acaba de tomar y que tizna de colores ese mundo externo en blanco y negro. ¿Es alucinación o magia y ensueño?
En ese estado de recreación inducida, el mundo sólo era una simple esfera de tierra, cubierta de agua y viento, que albergaba en su interior el fuego de su energía más irracional. Envuelto en un manto de alucinante clarividencia, la verdad se manifestaba tal como era, y le revelaba los secretos de la magia con la que cumplir los deseos más insensatos: Que era posible un mundo regido por políticos tratados como enfermos mentales desahuciados, cuyas leyes promulgadas tras largas y tediosas discusiones nadie cumpliría. Estarían recluidos en hospitales especiales y tratados con absoluto respeto y dignidad, y vestirían “trajes de fuerza” diseñados por Emidio Tucci que los tuviera atado a cómodos, amplios y carísimos asientos plagados de botones, micrófonos y demás adelantos electrónicos. Allí creerían estar viviendo la irrealidad de que eran capaces de cambiar la vida de la gente a quienes decían representar y sin que sus absurdas decisiones trascendieran los límites del hospital.

Desde la especial atalaya lunar, se sintió eufórico, pleno de ideas y emociones. Inculcaba fe ciega en el prójimo, el amor al trabajo…, y, como Sesostris, medía de nuevo la Tierra entera para repartirla equitativamente entre todos los hombres…
Los efectos sicotrópicos pasaron pronto. De modo que cuando sus pies tomaron tierra descubrió la realidad de su sueño, imposibilitado de poder llevar a la práctica tantos deseos, aunque viviera muchos años o los dioses, apiadados por el ciego proceder de la Humanidad por ellos creada, se dignaran a cambiar, por fin, la mentalidad y la forma de ser de los humanos. Se sintió frustrado por desconocer la razón fundamental de lo que rige y gobierna el mundo, de las fuerzas ocultas, o quizás inexistentes, que evitan que todo se derrumbe. Creyó firmemente en la eterna y progresiva creación de las cosas, en la fenomenología del devenir transformativo siempre creando y destruyendo para volver a crear de nuevo. Y él, como parte por crear, ya no podía intervenir en el proceso que estaba convencido de que nacía y terminaba en él.
Ligeramente rezagado, su amigo Alberto, más primitivo y rudo, con la cabeza tapada con un ancho sombrero de paja porque le daba miedo exponerla a los maléficos rayos lunares, contemplaba la escena del paisaje repitiéndola en su interior instante a instante. ¡Era tan bello y hermoso cuanto veía, tan raro y primario, que quiso guardarlo en su memoria para reproducirlo después en un dibujo!… Las tinieblas de la noche envolvían de sabias penumbras las siluetas de ambos jóvenes, distantes pero unidos por el mágico instante de la confluencia estelar, de los silencios gratos y edificantes de los que eran protagonistas.
Quietos, esperaban pacientes la hora en la que todo es posible, uno tumbado y el otro sentado con el hombro recostado sobre el tronco de un olivo. El retorcido árbol centenario, linde entre dos propiedades, le servía a Alberto de protección contra los posibles efectos nocivos de tanta energía cósmica sobre él. Rafael, en cambio, dejaba que la misteriosa luz lunar penetrase por sus sentidos, abiertos de par en par. Con la camisa semi-desabrochada cargó su pecho de luz. Sus ideas de tierra, por los mágicos efectos de la luz, se volvieron pensamientos luminosos que se exteriorizaban fundiéndose con la luz que lo inundaba todo. En la maravillosa comunión con los elementos se sintió heredero de los ancestrales druidas. Podía elucubrar que el campo, en pleno verano, era una estepa cubierta de nieve. Y la luz, gris añil, violeta y sorda, desvanecía los contornos de los árboles, desdibujaba la línea del horizonte y penetraba en las mentes de ellos dos, llenándoles de magia y locura sin par.
—Cuando sean las doce, tomaremos una ramita de olivo –susurró misteriosamente Rafael, como queriendo no despertar las fuerzas mágicas de la tierra, durmiendo el sueño de callada espera–. Ha de ser la rama más joven del olivo más viejo. Y esto lo sabremos por una señal en el oscuro cielo que, con un poco de suerte, nos indicará el árbol y la rama exactos… Lo he leído en un libro muy antiguo que tiene el abate del Convento de los Agustinos. Mi padre tayó para ellos una Sagrada Familia cuando yo apenas cumplí los tres años. Después, cuando crecí, seguí frecuentando su compañía. Jugaba a saltar la tapia del huerto, a subirme a las higueras desde donde observaba sin ser visto. Por las tardes, con el hermano labrador, recolectaba frutas y ayudaba a levantar la compuertilla de la alberca. Montado en el carro tirado por “Pascuala”, la mula que murió de vieja, acercábamos la fruta al Convento. Otras veces, me escondía en la biblioteca y esperaba la llegada del Hermano Cándido que, para hacer tiempo a que me recogiera mi padre, me narraba cuentos de druidas celtas y duendes poderosos, de magos y sacerdotes lemurios, enemigos de los atlantes.
Mientras hablaba, Rafael cortaba con cuidado, para no troncharla, el brote de rama de olivo que creyó cargada de máxima energía. Con ella cuidadosamente guardada en una tela de algodón, ambos amigos volvieron a casa.

A la mañana siguiente se internaron en el pinar que bordeaba el cauce seco de un río. Buscaron asiento en una gran roca, bajo la tupida sombra de un sauce llorón. Rafael contemplaba el juego de luces y sombras incidiendo titilantes en las superficies de las hojas, húmedas aun del rocío. Y fue, entonces, cuando se le ocurrió comprobar los poderes mágicos de la vara de olivo. La tomó tímidamente entre sus manos, observándola con énfasis y respeto. Aparentemente era una rama más, pero, según él, encerraba la energía de un poderoso talismán. Se la acercó a los ojos para mirar su rugosa superficie. Llegó a acercársela tanto a los ojos que alarmó a Alberto, quien no tuvo más remedio que recordarle el refrán de su madre.
—¡A lo ojos con los codos, Rafael, a los ojos con los codos!
El mundo era tan hermoso recortado en dos, que Rafael no pudo resistirse a su encanto. Abajo, un plano inferior, oscuro y difuso; arriba, otro mundo diferente, pleno de luz zigzagueante. Tentado con hacer el mismo experimento con otros objetos corrió a tomar lo primero que le venía a la mano. A través de la brizna de yerba fresca percibía mágicos colores ocres y sienas tostados; el canto rodado del río, plateado por los rayos del sol matinal incidiendo sobre el cristal de su mojada superficie, le transportó a otros bosques, tan luminosos y encantados como aquel.
A pesar de que Alberto le volvió a recordar el refrán de su madre, continuó acercándose a los ojos otros objetos. En un ataque de locura, se impregnó las pestañas con el polen amarillo de unas margaritas silvestres que había cortado directamente del suelo. Si entornaba los ojos, el mundo era amarillo. Rafael rió nervioso como el niño que se despierta a la mañana siguiente del día de Reyes. Tomó otra flor y fue a impregnarse de polen las pestañas cuando el mosquito que, probablemente, alucinaba como Rafael en aquel mundo de colores, le picó en un párpado.
Entonces, Rafael, olvidándose de las mágicas virtudes de la varita de olivo, se volvió loco. La blandió como espada quijotesca y corrió desesperadamente tras él, dando varazos a diestro y siniestro, demostrando científicamente la absoluta nulidad de tan preciado talismán, incapaz de dar su merecido a un simple mosquito. Mientras corría, Alberto, que veía cómo aumentaba de volumen el ojo de Rafael, gritaba detrás:
– ¡Te lo dije, Rafa: A los ojos, con los codos… A los ojos, con los codos…!

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