Segunda Carta al Alcalde de Sevilla

© Álvaro Rendón Gómez, mayo 2010

Excmo Sr. alcalde de Sevilla: Hoy no quiero mentar a la «bicha»; así que, no se sienta aludido o incómodo. Quiero hablar de eso que tanto le molesta a usted pero que usa con tanta asiduidad: El coche. A pesar de no existir un estudio serio al respecto, ni siquiera del INE (Instituto Nacional de Estadística), no es aventurado por mi parte afirmar que el coche es un objeto de uso tan estúpido como caro. Lo de estúpido va porque nos hace creer que somos independientes, tan superiores como los centímetros cúbicos del motor que conducimos y vanidosos como el brillo encerado de su pintura o el tapizado de piel natural de su interior. Además de representar para Sevilla una auténtica invasión, la más importante que ha tenido en los últimos milenios, sigo pensando que la solución que los de su equipo han dado al problema invasivo no la respeta ni usted mismo. Vayamos por parte. ¿Por qué es un objeto caro?  Porque, si atendemos a la vida media de un coche, de aproximadamente diez años, sabemos que cinco de ellos lo estará a pleno rendimiento, y los otros cinco (cuando no son ocho o, incluso, nueve más) con problemas que se solucionan visitando periódicamente el taller. Eso, sin contar con que se produzca un accidente (Dios no lo permita), que baje la media antes señalada. Si atendemos a los gastos  mensuales, un cochecito de dos millones y medio de pesetas (unos quince mil euros de los de ahora), lleva unos gastos añadidos (entre la gasolina que consume en los 10.000 kilómetros/año y consumo 0,8 litros/km a 1’3 €/litro, taller, financiación, impuestos de circulación municipal y seguros) que suelen rondar tres veces su precio. Es decir, que tener un coche aparcado en la acera, o sobre ella (que en Sevilla da igual) sale por siete millones y medio de pesetas. Setecientas cincuenta mil pesetas cada año de los diez de vida media; sesenta y dos mil quinientas pesetas mensuales (unos trescientos cincuenta euros mensuales).

Si se vende al término de esos diez años no nos darán por él más de mil quinientos euros (si encuentra alguien que quiera dárselos y que no sea un desguace). Es decir, que en esos diez años le has perdido a la «inversión» la friolera de 13.650 euros. Una ruina como inversión y carísimo como medio de transporte; pues le sale a doce euros diarios (incluidos los fines de semana que apenas lo utilizas para ir a trabajar). Y si, encima, sólo lo utilizas un fin de semana cada dos meses (porque ¡no veas cómo es la crisis, tío!), ya me dirás qué haces que no lo vendes ya y te vas en taxis a la ventita del Aljarafe que, seguro, que te sale más barato y cómodo.

¿No se da cuanta que está sacrificando su economía, familiar y municipal para mantener un “juguete” carísimo? Y no contamos  con que ensucia las calles, molesta con sus ruidos y que es la principal causa de muerte de los últimos años (por encima de enfermedades tan graves como el sida, el cáncer o el estrés del trabajo que me parece que ya veo que a usted esto ni le va ni le viene).
Y, por otro lado, sería interesante averiguar su verdadera utilidad. Juzgar y decidir si merece la pena seguir por esa línea del transporte individual en una ciudad atosigada por unas normas municipales que asfixian al peatón. Si es así, si estimamos que nos devuelve la libertad uno o dos días a la semana porque podemos salir al campo (a llenarlo de latas y bolsas de plástico), a respirar el aire que en la ciudad el coche contamina; o permite independizarnos de la esclavitud de una ciudad cargada de coches, pues hagamos lo siguiente: ¿por qué no elevamos una carta a los fabricantes (Seat, Volkswagen, Renault, Volvo, Nissan, etc) proponiéndole la ingeniosa idea del coche-objeto-aparcado? Ya no compraríamos el modelo Fiesta, o Ibiza, o Málaga, o Prestigie, sino el modelo Calle San Vicente, Calle Maestranza, o, tal vez, el utilísimo modelo Paseo Colón. Algunos fabricantes podrían ser más atrevidos y diseñar modelos aún más concretos, como “acera del Hotel Triana”, “parterre de los Jardines de Murillo”, calle Gamazo o callejón de San Roque. No pienso que sea nada descabellado si tenemos en cuenta que el 90% de la vida media de un coche en esta ciudad del orden se la pasan aparcados en esos sitios.
Y si, después de leer mi alegato anti-coche, piensa que soy partidario de la bicicleta, como imposición o como negocio del Ayuntamiento (que ya no sabéis qué inventar para sacarnos los cuartos) y de llenar de carriles bicis toda Sevilla, se equivoca.  Vería con buenos ojos la alternativa ecológica y progresista de las bicicletas si respetasen sus propios carriles, como a mí se me exige no invadirlos; o que circulasen con las debidas precauciones (luces, frenos, timbre, seguro, etc.). Las bicis no son el único problema del sevillano, aunque sí el que le produce más rechazo por la impunidad con la que actúan esos «kamikaces» que van montados casi por cualquier sitio, que no se les espera llegar por lo silenciosos que son y que ocupan los pocos espacios que le han dejado esos carriles que apenas utilizan. Casi peor que todo eso son las miles de obras sin obreros que invaden aceras, esas toquillas verdes, con más mierda que el sobaco de una tonta que cubren estructuras de hierros oxidados que tapan fachadas e imposibilitan el tránsito, los montones abandonados de tierra, maderas, hierros retorcidos y cajas de cartón que invaden las escasas aceras que van quedando (¿es que estos señores del ladrillo no reciclan y yo tengo que patearme tres calles para depositar mis cuatro bolsas de colores?), o las ejecuciones inauguradas aunque sin rematar. Eso sí «molesta» casi tanto como las motos aparcadas casi en cualquier sitio y las losas mal pegadas que se mueven. Otra Sevilla es posible, excmo. sr., pero dudo mucho de su capacidad para realizar «ese sueño», cuando compruebo que sus intereses van por otro lado, que la ciudad le importa tres c…, y que los ciudadanos solo le preocupamos una vez cada cuatro años y porque pagamos cinco y seis veces cada una de vuestras incompetencias. Y digamos como con Barcelona que es bonita desde el Tibidabo, que Sevilla es bonita desde su poltrona.

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