© Álvaro Rendón Gómez, noviembre 2010
Una papa-frita es una fracción delgada, menuda y frágil del almidón de patata, frita en abundante aceite para quitarle lo correoso y que cruja al roerla con los dientes. A pesar de que el alimento lo tiene en la cáscara, la pelamos y, además, añadimos sal para que no esté tan sosa.
Al igual que con el tubérculo, un papafrita es una criaturita humana, un espécimen humano al que se le ha quitado la última capa, esa que vemos y con la farda; es decir, vestidos caros, títulos de casi todo, coche último modelo y turneado a ser posible y su pertenencia a algún club que marque diferencias, exclusivo y caro-carísimo. Sométale a un pequeño análisis en capas finas, dos o tres preguntas longitudinales o transversales sobre sentido de la vida, futuro o sociedad. No hará falta freírlo para que cruja, con el escueto interrogatorio anterior será suficiente. Expóngalo al sol (vuelta y vuelta) restregado con cremas protectoras con sabores diversos, esencia de zanahoria, limón del Caribe, melocotón suave, urea o áloe vera, ¡verá cómo su mesa el cabello apergaminado con alguna loción brillante, se contornea y mira por encima del hombro!
Este tipo de papafrita, menudo y crujiente, bronceado, soso-sosísimo sin remisión e impedido de afectación, es fácil encontrarlo merodeando la jungla de carne, alcohol y música a todo volumen a partir de las doce de la noche (la hora de los lobos y las sabandijas). No se moleste en obligarlo a contar un chiste, a comportarse como una persona normal porque es inútil, su pose es prestada y no es simpático. Monotemático, insustancial y hasta desaborido que no se salva pese a la mucha sal que podamos echarle. Déjelo en su insipidez e insustancialidad originales y, por favor, no trate de trabar amistad con ellos. Los papafritas son rara-avis que forman nidadas raras-raras-raras y curiosas, grupúsculos curiosos a los que llaman «conocidos». Van siempre encerrados en lujosos envases metálicos a modo de panfletos de mal gusto que, como los paquetes-bolsas a los que imitan, nunca dicen la realidad de lo que podemos encontrar en su interior.
Hay otro tipo de papafrita más vulgar y artesano, el papafrita que lo es de nacimiento; es decir, que han heredado el papafritismo de rancias familias papafritas. Y, luego, están los papafritas made-himself , los «hechos a sí mismos», papafritas cultivados que se delatan los viernes o sábados noches. Estos son los que más porculo dan porque van llamando la atención disfrazados de Mercedes, Be-eme-uves, o potentes todo-terrenos de ruedas de camión sólo para acojonar a los peatones. Estos van así para disimular su vida gris y su ausencia de imaginación. Llevan la música a tope de una jerga extraña que casi siempre habla de amores del siglo pasado entre gorgoritos gitanos, declamado rap y esos golpes de bajo o percusión que hacen vibrar toda la carrocería del turneado. La camisa, un dechado de mal gusto, nunca va a juego ni con el peinado ni con las gafas que llevan únicamente para que a los pelos no les de el sol. Sus cabezas, talladas a golpe de maquinilla de cien euros, dejan dos patillas (que con las que le sirven para patear el acelerador del turneado, don cuatro; por tanto, son cuadrúpedos, en el amplio sentido de la palabra) que enlaza en un alarde de sutileza con las pronunciadas quijadas del fulano, dejando un hilillo de pelos teñidos en variados tonos que le recorre el borde de la cara, justo antes de coger la depresión hacia el cuello. De modo que, al llegar a la barbilla, la muestra de artesanía peluquera se bifurca. Una rama toma con decisión la vía superior y circunda con extraordinaria habilidad la comisura de los labios. Tras cinco horas frente al espejo un viernes-tarde, de vaciarse sobre las axilas veinte gotas de Dolce/Gabana –que es como decir, ¡una barbaridad! porque el perfume huele que apesta!– el resultado es un marco de pelos que siluetea la cara y destaca la cresta central, abultada y apergaminada con gel de espuma.
Para acabar con el cuadro, suelen levantarse los cuellos de casi cualquier cosa que se pongan sobre los hombros. Quizás porque lo han visto en películas de Drácula o a horteras de la Universidad de Siracusa, Estados Unidos de Norteamérica (donde dicen que los ríos pasan por debajo de los puentes), en esa fiesta de instituto donde alguien truca el ridículo ponche y la muchacha es violada por cinco cafres, o hay un asesino en serie que espera a la chica más tonta (que es la que está más buena, por el contrario, que los asesinos en serie no son tontos, que !son la polla!) para darle un susto de muerte. ¿Qué opinar de esos dos botones desabrochados que dejan al descubierto el pecho impoluto de su última depilación y, al mismo tiempo, dan salida a gruesas cadenas doradas, a un tatuaje generalmente de alguna letra china o ninja que, lo más probable es que diga algo impertinente y el individuo, que no sabe chino, coreano o japonés, no se da cuenta de la barbaridad que lleva tatuada, o ese barrillo disimulado con clearasil-ultra a modo de maquillaje que mancha las orejas de la muchacha cuando reposa cándidamente su cabeza sobre el pecho del papafrita? ¡Pobrecita, va lista con el ejemplar que acaba de cazar! ¡Que alguien me traiga una mascarilla de oxígeno…!
¡Qué decir del papafrita-funcionario! De ese ser mediocre y retorcido, que ocupa un cuartucho gris porque el despacho «putamadre» es del político de turno que lo ha colocado como tapón del negociado que justifica sus nóminas –¿para quién es el «negocio» para mí o para el político que se lo está llevando calentito en el pedazo de despacho adjunto que pagamos los españoles?–. ¡No se han fijado que entre el papafrita-funcionario y la gente que se acerca papel en mano hay siempre un tabique-mostrador que protege las relaciones entre ambos!
A mi me aburren estos papafritas-del-tampón o sello, los que han centrado su vida en interrumpir el fluir de lo que sea, censurar lo que brota espontáneo y pudrirlo todo. No crea el lector que hay pocos especímenes de este tipo. Se dan en todos los estratos sociales. Se hallan alojados en las densas corrientes de la Administración (ahora que nuestros genios de la política la han multiplicado por cinco y el costo de la operación por no-se-sabe-por-cuánto), en las mareas negras de despachos vacíos (estos papafritas desayunan dos y tres veces al día) dejándose llevar, flotando a favor del «régimen» que toque en esos momentos, o terminan orillados en algún pasillo, impedidos de navegar porque su papafritismo dejó de beneficiar a alguno de los chicos del «Club la democracia parlamentaria».
Y, ya que hablamos de papafritas, hablemos de los que la consienten con un sistema educativo propio de un país de resignados e incultos, de las discusiones todos a la vez de Telecinco (telahinco) o Gran Hermano, del triunfo por pelotazo y de apuntarse al «club» cuanto antes, porque es ahí donde está la pasta.
Reconozco que, sin quererlo, estos señoritingos del «Club» nos han convertido en los más imbéciles papafritas del Planeta. Nos han hecho creer que los elegimos nosotros con nuestros votos y es mentira: Lo eligen los partidos, el amiguete que elabora las listas o el medrar sigilosamente en los congresos. Mientras sigan existiendo listas cerradas y yo no pueda elegir al vecino que conozco y que defenderá lo que le interesa a los demás vecinos, esto seguirá siendo una democracia-papafrita, que es como decir democracia-orgánica que tan malos recuerdos le traen a algunos.
Ese voto tetra-anual está trucado. No es un voto sino una factura pagadera a plazos. Esa parte del contrato-votación se la callan. No hablan de la factura, de las prebendas que obtendrán por «representarnos», o de cómo vivirán a costa del pueblo explotado. Pero, ¿quién cojones ha votado esos sueldos que disfrutan? Desde luego yo no y estoy cansado de preguntar y todos esconden la mano negando. ¿Con qué criterio se han fijado un mínimo de 74.000 euros al año para hacer lo que dicen que hacen. ¿Hacienda no somos todos? Si es así, ¿por qué a ello sólo les retiene un 4,5%? Y no me consuela el saber que no son más que ochenta mil –la capacidad de un estadio de fútbol grande-, porque comen como ochenta millones. ¡Jodér, si se están riendo de la Carta Magna, esa que reconoce la igualdad entre todos los españoles! Si ellos se jubilan con sólo siete años de ejercicio –que digo yo, que qué ejercicio hacen, además de practicar el apretar botones con los pies, leer la presa, viajar gratis, disponer de chófer y de varios «audis-a-ocho» de 500.000 euros –porque está blindado y es probable que hasta le corte las uñas de los pies- a la puerta del despacho; cuando los españiltos papafritas lo hacemos a los 65 -el proyecto es hacerlo a las 67–, después de 35 años cotizando (y no un 4’5%, por cierto) y, cuando lo hacemos, tenemos un tope que nunca se revisa: nadie, excepto ellos, pueden rebasarlo.
España es un país de papafritas, y ¡nos gustan tanto que aquí estamos, viendo cómo esto se llena de moros, rumanos, rusos, serbios, hispanoamericanos y todo el que pase por el estrecho y lo vea la patrullera de Salvamento Marítimo! Y, oiga, ¡todos con derecho a voto, como usted y como yo que soportamos la «cosa» desde hace años!
Atención a lo último que me he enterado. Se ha constituido el primer partido musulmán a escala nacional. El Partido Renacimiento y Unión de España (PRUNE) y vienen dispuestos a regenerarnos moral y éticamente, a ponernos firmes y hacer de España una República Islámica. ¿Creéis que esto les importa a estos muchachos de la democracia? Les importa un bledo, ¡mientras no le quiten la posibilidad que la mano tonta siga trabajando a su favor…!
¡En cuanto pongan la maquinaria a punto estos moros nos ponen mirando a la Meca y con los pantalones bajados! ¡Atento el feminismo patrio! ¡Atentas las Aidas de turnos, los negociados de igualdad y demás filigranas del amor más libre y abierto, que estos moros vienen dispuesto a poner de moda el gurka y el veo islámico! ¡No digamos nada de lo matrimonios monoparentales!
Y, si no, al tiempo…
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