© Álvaro Rendón Gómez
Biblioteca Central, Córdoba 18 de octubre de 2012
Analizando la vida con detalle, uno descubre que somos lo que los demás creen que somos. No importa que estemos acertados o equivocados, porque el conocimiento de uno mismo se produce por contraste con el que tenemos de los demás. Tremenda encrucijada donde nadie es quien es.
Como en la vida real, los personajes de mis escritos luchan por librarse de la fatalidad de un destino marcado desde fuera y al que son ajenos y extraños. A veces, se ven obligados a ciar a contracorriente y no siempre es fácil llegar al punto marcado en el horizonte.
Piensen y juzguen lo que cuesta dominar la vida y actuar conforme a nuestros propios criterios, vencer la tentación de ser uno más, quedar disuelto en la masa mugiente, no seguir al líder que marca preceptos antiguos que solamente a él benefician o desobedecer el criterio marchito de la tradición.
No obstante, sólo alcanzado el objetivo de ser no mismo podremos darnos a los demás porque, en el fondo, necesitamos proyectarnos. ¿Es por esto que los seres humanos nos esforzamos por hacer cosas, laborar extraños trabajos designados por una voz interior, como las doce gestas de Melcarte-Hércules, que alejó al héroe de la rutina de una búsqueda en solitario que le hubiera costado la propia vida? ¡Dándose a los demás desde la individualidad se convirtió en semi-dios!
Al escribir El Cartaginés tuve que optar entre un tratamiento en primera o tercera persona, entre comportarme frente a los personajes como un dios impersonal o meterme dentro de uno de ellos para mirar a los demás desde el castillo interior de esa primera persona, inquisidora y egoísta. La solución vino sola y respondía a la propia idiosincracia del escritor en su papel de testigo y, a la vez, protagonista invisible de las historias que narra.
Porque, queramos reconocerlo o no, en toda novela se dan tres foros desde donde el autor enuncia propuestas según someta al lector a una acción imperativa, directa o impersonal, llena de infinitivos, gerundios y demás venenos lingüísticos. Aún dispone de un segundo foro, en los diálogos, dejando que los personajes se manifiesten libremente y rebele al lector lo que hay de verdad (y mentira) en su manera de ser y hacer. Finalmente, una tercera vía de enunciación mediante las descripciones. Es en este foro donde el autor debate y expresa sus sensaciones, orienta al lector y lo conduce por la vereda donde, al seguirla, entenderá las tramas.
Así, cuando en “El Cartaginés” nos topamos con un personaje como Cañete, que con casi sesenta años aún busca su identidad, que aún no controla sus sentimientos, que está y se siente solo en un mundo caótico y se debate entre lo que desea y obtiene de la vida, la preocupación estilística desaparece y el escritor disfruta perfilándolo. Se deja arrastrar por el devenir de los acontecimientos que no controla. Que además sea jefe de la Unidad de Delitos Violentos (un eufemismo político para maquillar la realidad) no tiene nada que ver para que viva decepcionado del mundo, en un humildísimo ático de la calle Arricruz: Entrando por Puerto Chico, a la izquierda del cruce con Doctores Meléndez. Allí, únicamente allí, Charli, como lo conocen en los bajos fondos, encuentra su particular nirvana. Acodado en el pretil de la vieja terraza contempla el inmenso Atlántico, entra en la jaula que mandó construir para sus pájaros, y se consume en recuerdos de Burgos. ¡Malos recuerdos que quiere olvidar, pero a los que vuelve cadente, sin ánimos, ni paz…!
Evoca los días en que fue feliz junto a Catherine, la francesa que huyó para no tomar una decisión que se le antojaba irresoluble: Elegir entre el amor blanco y limpio de Charli, y el rebuscado y transgresor del Brochas, ex-mercenario de las guerras de Francia en Indochina. Los dos se equivocan y Catherine huye. Por represalias contra Brochas, Cañete precinta el lupanar de Brocha y éste le hace una visita a su apartamento y lo apuñala.
De aquello hace mucho. Los tiempos han cambiado. Ahora, con la Democracia, el policía tiene una nueva vida, tan inútil y vana como aquella de Burgos. Asiste pasmado a estos tiempo de libertades e indultos. Uno de los beneficiados es Brochas que ha decidido hacer una visita a Charli, recién instalado en la Comisaría de Cádiz. El enfrentamiento es inevitable. El diálogo se antoja tenso. Es más una negociación entre dos personas que se conocen demasiado bien.
La Guardia Civil del mar, una dotación de Bomberos de la capital, y varias unidades de Policía Local rescatan de las aguas de Cádiz el cuerpo sin vida de un muchacho. Flotaba sobre el rompiente de la Candelaria y las autoridades no quieren ampliar la noticia para no entorpecer la investigación policial, encargada al inspector Cañete.
Dos semanas después, el cadáver aparecido en el rompiente del Baluarte de la Candelaria de la Capital gaditana, fue reconocido por su madre, Marta Zampayo. La identidad del cadáver corre por los mentideros de Cádiz, creando todo tipo de especulaciones. Hay rumores para todos los gustos. Los hay que apuntan a que el inspector Cañete mantiene un romance con la señora Zampayo. El policía, no obstante, persiste en su teoría de que el muchacho fue el paredro de un ritual fenicio al dios Melkhart. El Subcomisario, alarmado por las declaraciones del policía, lo ha llamado al orden. El subdelegado del Gobierno, que ve peligrar su puesto por los retrasos en la investigación, ha ordenado abrir expediente disciplinario al policía.
Marta y Cañete, dos personas heridas por la vida, creen estar enamoradas; pero, se evitan. Soportan un dolor incomprensible que no saben compartir. Viven angustiados, sonámbulos.
La maldición de Burgos se repite. Es el sino de Charli: Todas las mujeres que conoce huyen de su lado. Como Catherine, Marta también huirá. La excusa, recobrar su antiguo trabajo de camarera en un Hotel de Canarias.
En medio del crimen, la tragedia de un amor imposible y la presión de la opinión pública, la vida continúa. Brochas ha montado un antro de juego y prostitución en la carretera de San Fernando que Charli protege para no amargar la vida del ex-legionario y sufrir sus consecuencias. Es una copia del primitivo «Gato de las siete colas» que ahora sólo tiene seis.
La profesora de Historia en la Universidad de Cádiz, María José Castillo, Pepa para los amigos, es de las pocas personas que han llegado a conocer al Cartaginés, que da nombre a la novela, y la única, también, que ayudará a Cañete a comprender el complejo mundo de los fenicios y cartagineses.
La Unidad policial que coordina Cañete es una calamidad, donde destaca el inspector Bartolomé, apodado Toto porque no puede pronunciar las interdentales. Así, pronuncia todo por toto. Tiene el tamaño de un elefante y se mueve como oso torpe. El inspector Serafín es joven, un auténtico empollón, capaz de memorizar miles de datos sobre la Semana Santa de cualquier pueblo gaditano. Es un capillita redomado, incapaz de ser escueto en sus explicaciones, por lo que el resto de compañeros policías le rehuyen como si fuera una bala verde.
Nati, la alcahueta del Hotel Paraíso, reconvertido en burdel venido a menos, sabe lucir sus carnes para enamorar al Masa, el joven repartidor del Super-Sol de la esquina, de quien se ha enamorado hasta la médula. El Hotel Paraíso hace de segundo hogar para Cañete y de diván de loquero, donde se ve frecuentemente con Natacha, una rusa que ejerce la prostitución para enviar dinero a su hijo de treinta y cinco años, casado y con hijos, pero que el sueldo de capitán del Ejército Rojo no le alcanza para vivir.
Pero, ¿quién es El Cartaginés?
A pesar de su inmenso poder, al Cartaginés le preocupa no tener un hijo heredero a quien dejar su imperio de lujo y sofisticación. Su odio visceral a las mujeres descartaba cualquier contacto con ellas y jamás intentó la fecundación artificial porque el embarazo debía hacerse de modo intrauterino, que no deseaba para su futuro hijo. Esperaba los avances de la ciencia médica en este sentido, que le procurase un primogénito de probeta, donde la intervención femenina se limitara a la donación del óvulo, nada más.
A pesar de esa máscara de fortaleza, don Aníbal Dorado era un hombre tímido que odiaba las fiestas públicas y los reporteros del corazón. Disfrutaba despistando a la prensa, a la que pagaba por no aparecer en sus reportajes. Pocas imágenes suyas se publicaron en ningún medio; y se había corrido la mala fama de que don Aníbal era capaz de “matar”, en el sentido literal y cruento del término, a quien osara hacerlo; pues esa deslealtad la consideraba la mayor de las afrentas, de consecuencias incalculables.
Para no alargar esta Presentación hemos preparado seis minutos de proyección de diapositivas que narrarán de modo elocuente los escenarios de la novela. Esperamos que disfruten con las magníficas fotografías de don José Antonio Guerrero Torres.
Muchas gracias.