© Álvaro Rendón Gómez, Julio 2010
—Mira, Carlos, no te lo repetiré otra vez. Aunque te mueras de hambre no me trastees la cocina. Te lo pido por favor. No quiero darme la vuelta y encontrarla patas arriba sólo porque tengas hambre. Te avisé que no había más, que era la última lata y que te administrases. No me hiciste caso y te la zampaste entera. Te lo advertí. Carga ahora con la pena del dolor de tripas.
El gato maulló, sin comprender.
—No me protestes. No hay más y se acabó. Que tienes hambre ahora, pues te aguantas. Ya te advertí, ¿no es cierto? Qué esperas, entonces…
Desde temprano, la anciana cubría los rotos del camisón ajado con una boatiné rosa con la que se sentía cómoda. Con ella salía a la calle y hacía las pequeñas faenas de la destartalada casa, con tantos desconchones como el viejo vestido que compró para el ajuar de bodas. Apenas se ponía el traje de chaqueta que tanto gustaba a su difunto marido; ni el tocao con plumas que le estilizaba el talle.
Dejó a Carlos en la cocina y entró en el baño, a ordenar las cuatro canas que sobresalían de la redecilla que se colocaba para dormir. Frente al espejo, enmohecido y roto, observó en su rostro las huellas del tiempo. Estiró cada una de las muchas arrugas cinceladas por la pena y la escasez; y soñó en el cutis de hacía la friolera de veintitantos años. Hizo muecas al espejo, moviendo la cabeza y gesticulando con los labios, hasta que supo dónde debía retocar. Besó con fervor instintivo la tapadera serigrafiada con el icono de “su” Esperanza, con un aire más humano que divino, antes de destapar la lata vacía de “dulce de membrillo”. Trasteó el contenido, rebuscando entre viejas barras de labios, vetustos coloretes y resecos tubos de rímel, el color apropiado a sus deseos. Embadurnó la gastada brocheta con colorete y se frotó varias veces los blanquecinos pómulos hasta que, más por la brusca frotación que por el color en sí de los polvos, fueron apareciendo, luminosos y llamativos, los anaranjados de juventud, los malvas de la lozanía y los carmines de la pasión. Pasó revista a las grietas de los labios y procuró tapar las que pudo ayudándose con la yema de su dedo meñique. Limpió el carmín sobrante y atusó, una vez más, los pelos hasta dejarlos temporalmente en el sitio que les correspondían. Una mirada al conjunto, alejada del trozo de espejo, le confirmó lo acertado del arreglo. Mientras lo hacía, Carlos se entretenía rozando su sedoso cuerpo contra las vetustas piernas, maullando en voz baja y lamiéndose los bigotes con insistencia, dando su aprobación a los cambios que su dueña había ejecutado frente al espejo. Ésta, al oírle maullar de aquel modo especial, satisfecho y feliz, le dirigió una fulminante mirada de reprobación, comprendiendo lo que aquel agasajo significaba.
—¡Sinvergüenza…! Tú ya has comido, ¿a que sí?… Eres un condenado desobediente. ¡Mira que te lo he advertido, y como si nada! –la actitud indiferente de Carlos la desarmó–. Anda, ven, que no quiero darte una tunda…
Salió refunfuñando del baño. Recorrió en un instante el oscuro pasillo hasta llegar a la puerta entreabierta de la cocina. La abrió de par en par en un sólo gesto, encontrando sobre el poyete de azulejos blancos de la cocina la prueba que refutaba sus anteriores palabras. Allí estaba, solitario y lamido, el plato recién preparado del almuerzo. Detrás de ella, garboso e indiferente, entraba Carlos. Imaginándose encontrar otro plato de suculenta comida, caminaba con pomposidad y pleitesía, rozando débilmente el suelo para no distraer a su dueña. Percatada ésta de la presencia del felino, tomó con suavidad el plato vacío y lo mostró a Carlos, enfadada por un lado, y satisfecha por otro, porque el potaje de arroz con sobras de pescado que le había preparado había sido de su total agrado.
—Pues ésta era toda la comida de hoy… –mientras hablaba, el gato maullaba sin comprender el disgusto de su dueña–. ¡La fonda no pasa nada más hasta mañana! Y, ya sabes, si te entra el hambre, acuérdate del potaje que te has metido por el cuerpo sin esperarme, caballero desaprensivo…
Y puso el relamido plato sobre la pileta del fregadero. Se remangó las anchas mangas del vestido rosa y abrió el gastado grifo de bronce del que manó un hilo tambaleante de agua. Más tarde, el grifo bufó estrepitosamente, a borbotones de ruido y agua, aire y vacío…
—¡Ya se escacharró el agua!…
Dio un cuarto de vuelta más a la llave y el grifo, mostrando síntomas humanos de contrariedad, goteó aun más débilmente. Enojada, golpeó la pared con la mano que sostenía el jabón “lagarto”, demostrando así a los elementos su más irascible protesta. Y éstos le contestaron con un más fuerte y sonoro bufido que salpicó agua a la bata y alejó a Carlos hacia posiciones de retaguardia, abandonando el lugar preferente junto a su dueña. Subido ahora en la mesa, presidió la acción con curiosidad. Le encantaba fisgonearlo todo, añadir el toque de distinción a cualquier acción de Gertrudis, aunque fuera un simple fregado. Esta actitud del gato le recordaba a su difunto marido –q.e.p.d.–, que también se llamaba Carlos, siempre diciendo la última palabra, dando el sagaz consejo, el comentario más mordaz y acertado. ¡Cuánto le echaba de menos…!
De vuelta a la faena, ante la nueva situación creada por la rebelión de los elementos, no tuvo más remedio que exclamar un «¡dichosos trastos del demonio…!» con irreverencia, mirando al cielo, completamente convencida de la existencia del Mal en forma de mala suerte, de gafe o de conjuro, al tiempo que llevó el estropajo al orificio de salida evitando las consecuencias de una nueva explosión de agua y aire. La frase debió romper el encantamiento del grifo porque al instante comenzó a funcionar como debía y doña Gertrudis pudo, al fin, enjabonar y enjuagar el plato del almuerzo de Carlos.
Se secó las manos con un trapo blanco, roído por los múltiples lavados con detergente “bio-desagradable”, como ella misma decía, ignorante de la palabreja de moda.
—¡Y ojito ahora con trastearme la casa buscando cómo distraer el hambre…! Si te aburres, te vas al sofá y te acuestas hasta que vuelva de Casa Manolita, ¿te enteras…?
Abrió con cuidado la puerta de la calle para evitar que Carlos, enamorado de la gata de angora del vecino, se fugara. El gato, con toda la atención puesta en la rendija que dejaba la puerta al abrirse, con las orejas y el rabo completamente erguidos y expectantes, observaba los movimientos de su dueña, preparado para aprovechar con habilidad cualquier error. Ésta, que sabía a lo que equivalía un descuido por su parte, cerró la puerta con rapidez, sin advertir que dejaba cogido un vuelo de la bata rosa con la hoja desvencijada y astillada del desdentado marco de la puerta. Carlos maulló, conocedor del desastre que significaba aquello, sabiendo, además, que para soltarse debía abrir de nuevo la puerta, lo que aprovecharía para escapar. Esperó a que esto ocurriera ignorante del truco que su dueña empleó en esta ocasión para deshacerse del problema: Sin abrir la cerradura, forzó con una pierna la hoja de la puerta hacia afuera, permitiendo una insinuante rendija de luz, la suficiente como para dejar libre el vestido y tirar de él. Pero estaba enganchado con el canto de la puerta, astillado por los arañazos de Carlos y por lo viejo de las maderas, produciendo un rasgón en la bata. Sin disimular su contrariedad por no poder bajar en esos precisos momentos, abrió, entró y cerró la puerta inmediatamente tras ella. Carlos, ahora indiferente, esperó a que pasara por delante suya y así rozarse con ella, antes de dirigirse hacia el sofá donde dormitaría su almuerzo. Desde allí contemplaría el ir y venir de su dueña buscando, como loca, el hilo, la aguja y un sitio iluminado donde empezar la faena del arreglo.
Gertrudis se desvistió de modo coqueto y recatado, evitando que miradas exteriores pudieran descubrir sus intimidades. Por eso se aproximó a la ventana y corrió ligeramente el visillo para ver sin ser vista. Sentada cómodamente en el sillón frente al tocador, intentó, por primera vez, ensartar la aguja, protestando por «lo pequeñísimo que hacen los agujeros de las agujas», añadiendo después que «los japoneses, tan listos como son, todavía no se han puesto a inventar una aguja que no haya que ensartarse.»
Desde la atalaya del sofá, Carlos curioseaba el trabajo con los ojos entreabiertos, intentando conciliar el sueño y aprovechando el hilo de Sol, tímido y tamizado por el tupido encaje de los visillos, que acariciaba placenteramente sus orejas. Para no quemárselas, se las manoseaba de vez en cuando con la pata delantera derecha, enfriándola, de vez en cuando, con la lengua.
Mientras, Gertrudis, afanosa y preocupada por lo tarde que era, intentaba, una vez más, hacer pasar el hilo por el dichoso ojo de la aguja. Harta de tanto intento, dispuesta a no dejarse dominar por su clarísima impotencia, se levantó y buscó las gafas de su difunto marido por los cajones del tocador, por la mesita de noche, por el poyete de la cocina, por la encimera de mármol del lavabo, incluso por el suelo. Las encontró, al fin, al levantar el trapo raído de la cocina. Con ellas en las manos, mirándoles los cristales al trasluz para comprobar si estaban sucios, se acercó a la silla junto a la ventana. Carlos aprovechó el movimiento de su dueña para estirar las patas. Acostumbrado a este tipo de rutinas, prefirió seguir dormitando otro ratito.
Con las gafas de su marido puestas, atinó con la aguja a la primera, aunque tuvo que cambiar el color del hilo. Media hora después quedó zurcido el rasgón de la bata. Entonces se cambió las zapatillas por unos zapatos negros de suelas gastadas por donde más le dolían los juanetes. Al ponérselos, pensó en el invierno, cuando el agua entraba por los agujeros de las suelas. Los cepilló aplicándoles un poco de crema. El fuerte olor a “cera con lanolina” le recordó los lejanos días de sus primeros años de casada, cuando embadurnaba de negra crema las botas militares de su gallardo esposo. Con nostalgia, recordó las varoniles facciones de sus rasgos, e hizo el esfuerzo de imaginarse el aspecto que tendría él ahora si viviera, de la tranquila y despreocupada vida que llevarían juntos… Se vio paseando al atardecer, contemplando cómo lo hacían también otros. mientras ellos se refrescaban sentados en las terrazas de verano junto al río. Como torre de campanario de Iglesia oteaba el dentado horizonte de casas yendo de un lado para otro de su mirador, soñando con ser pájaro y volar. Mas, el vértigo de caer y reventarse contra alguna de sus columnas, aunque fuese en sueños, le hizo desistir de la idea y se agarró, torpe y nerviosa, a los fornidos brazos de su imaginado y siempre deseado Carlos.
De vuelta a la realidad, cotidiana y dura, hizo un nuevo esfuerzo para sobrellevar la vida sin él, con el único consuelo del dormido Carlos. «¡Qué dura es la vida, Dios mío…!-protestaba entre dientes-. Conoces a alguien. Te pasas veinte años amándole, queriendo ser parte de él y, cuando lo consigues, te lo quita la muerte, dejándote en la más completa soledad… ¡Qué sentido tiene ahora mi vida, Dios mío, para qué me quieres aquí…!» El animal, como si comprendiera el lenguaje de los humanos, la miró con ojos inteligentes y guiñó un ojo, volviendo después su cabeza al cómodo sofá. Gertrudis lloraba amargamente, desconsoladamente, con miedo y rabia contenida, sin que nadie pudiera golpear su serena y encorvada espalda.
Con la escueta paga de viuda no tenía dinero ni para llegar a los días quince de cada mes. Cada año resultaba más difícil estirarla. Y eso que, gracias a Dios, la casa estaba completamente libre de cargas… No obstante, los suntuosos gastos de comunidad (cuyo término no dejaba de ser un mero eufemismo porque ningún miembro de la misma le saludaba al cruzarse con ella por los pasillos), las facturas de luz (siempre subiendo sin motivos ni razón aunque ella procurara alumbrarse cada vez menos, sin electrodomésticos y con bombillas de “cuarenta” por toda la casa), el agua, que ¡menos mal que no incluían en la factura el aire que bufaba!, y los gastos de desplazamientos, mano de obra y materiales de las pequeñas averías, diezmaban las pagas mes tras mes.
Sin ilusión, cansada de tanto soportar el peso de lo inevitable, decidió que estaba suficientemente arreglada para bajar a Casa Manolita y volver a pedirle, con toda la dignidad de la que hacía gala en su trato con los demás, un poco de hierbabuena y perejil, llorarle por unas patatas, uno o dos dientes de ajo, una cebolleta tierna y un par de pimientos verdes. Si lograba transmitirle, sin hablar, toda la angustia de estas últimas semanas, la apremiante necesidad de los últimos meses su nostálgica soledad, Manolita le daría un par de tomatitos y alguna fruta de esas que están a punto de pasarse. Con la generosidad de los pequeños comerciantes del barrio llegaría a fin de mes. De vuelta, dejaría a deber una de esas latas de comida que tanto le gustaban a Carlos y un poco de arroz para hervírselo como complemento a las salidas nocturnas de las últimas semanas. Salidas que, aunque la dejaban sola, no le disgustaban. Comprendía que era necesario el desfogue del animal y no quería que se sintiera incómodo junto a ella.
Se acercó a la ventana. A través de sus empolvados cristales miró la calle. El rápido transitar de las desalmadas gentes yendo y viniendo con prisas y sin tiempo para saludarse, le llenó de tristeza. Evocó el recuerdo de otros tiempos mejores, más humanos, donde la ciudad era un pueblo grande donde todos sabían de todos. Ya no entendía nada. Todo era complicadamente difícil de aceptar sin crítica.
La debilidad por los días de obligado ayuno y el peso de su cada vez más solitaria vida, le dieron sueño. Se tendió un rato junto a Carlos y se durmió.
Carlos fue hasta la puerta a maullar, expresando sus irrefrenables deseos de salir y encontrarse con la preciosa y divertida gatita de angora del vecino, que no visitaba desde hacía días. Los mismos que su dueña permanecía inmóvil en el sofá. ¡Digna y hermosa, aunque algo arrugada por el paso del tiempo, su cabeza reposaba serena! ¿Qué penurias podrían turbar ahora su último sueño, junto al río, de la fuerte mano de Carlos, su marido?
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